Dios quiere que cada hombre, acogiendo su amor y poniéndolo en el centro de su vida, alcance la plena realización de sí mismo, que se haga hijo de Dios.
El Concilio Vaticano II en la “Gaudium et Spes” ya dijo que el pecado constituye «una disminución del ser humano que le impide alcanzar la propia plenitud».
¡Y hay tantas cosas que nos lo impiden! No sólo nuestros errores, fallos y limitaciones… Jesús fue un verdadero “cordero de Dios” que liberó a los más desprotegidos de las grandes inhumanidades, es decir, curó enfermos, dio dignidad a los que no la tenían, se compadeció de los que sufrían, liberó a los que padecían todo tipo de esclavitudes, hizo comidas abiertas sin distinción de clases sociales.
Éste era el modo que Jesús tenía de quitar el pecado, la gran inhumanidad de su mundo, plagado de numerosos pobres y desvalidos: poniendo remedio a los efectos negativos y dolorosos que los contravalores más importantes para aquel mundo (hambre, discriminación de todo tipo, enfermedades) causaban en las personas indefensas.
¿Y cómo hace Jesús para eliminar este pecado? Juan Bautista señala: “he aquí aquel que bautiza en el Espíritu Santo”. Bautizar significa sumergir, impregnar, mojar en agua a la persona. «Espíritu» es la misma presencia, energía de Dios, su Amor. Y “Santo” es el efecto sobre nosotros de ese amor de Dios que nos purifica, nos santifica, nos consagra, nos libera.
Jesús liberará a las personas que lo reciban de todo aquello que los limita, que los reduce, que los aprisiona, que los encierra y bloquea, incluidas las injusticias, las desigualdades económicas, sociales, estructurales… y la misma muerte. Será, pues, el triunfo del amor y de la vida, el triunfo de Dios.
Esto significa que la Eucaristía se nos ofrece para que no nos cansemos ni desesperemos en nuestra lucha por ser lo que estamos llamados a ser santos, plenos, luminosos, hijos de Dios y felices. Ése es el pecado que Cristo aniquila, o «quita» como solemos decir. Y lo hace entregándose libremente, amando sin condiciones y permitiendo que el Padre lo rescate del altar del sacrificio (como pasó con Isaac), convirtiéndolo en vida para todos. «Yo he venido para que tengáis vida, y vida en abundancia».
Que estas sencillas reflexiones nos ayuden a vivir con mayor profundidad nuestras Eucaristías y nuestras relación con el Siervo/Cordero de Dios.