Si hacemos caso de los relatos bíblicos, y de lo que nos dicen los estudiosos de la Biblia, la historia de Israel como pueblo… comenzó con una cena en Egipto: La cena de Pascua. Para el proyecto que Dios tenía respecto a su pueblo (hacerlo un pueblo libre, unido, fuerte y en comunión con él) lo primero fue que estuvieran juntos, compartiendo unos alimentos. Fue el primer paso de otros muchos que darían juntos a lo largo de 40 años, hasta que sellaron la alianza (con otro banquete).
También Jesús inauguró su comunidad, su nuevo pueblo, con una cena fraterna en la que formuló una alianza nueva y eterna, en vísperas de su muerte, en vísperas de momentos duros y de gran desconcierto para los suyos.
Una práctica frecuente de Jesús fue la de comer con pecadores: se dejaba invitar o se invitaba él mismo a comer con ellos: esto era un signo de acogida, de apertura, de inclusión de parte de Dios mismo. Le acusaron de ser un comilón (en contraposición con la austeridad y el ayuno de su primo el Bautista).
Cuando se comparte la mesa, crece la comunión. No nos sentamos a comer con cualquiera, no nos sentimos a gusto comiendo con cualquiera. Y al compartir la mesa con frecuencia, se van fortaleciendo los lazos de amistad y familia.
Así podemos entender mejor las palabras de Jesús en el Evangelio: «El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí».
Por eso celebrar la Eucaristía es hacernos cargo de los pobres, emigrantes, enfermos, sufrientes… que fueron la principal ocupación y preocupación de Cristo. Pasamos a ser instrumentos suyos: sus manos, sus pies, su mirada, su corazón para los otros. Y por medio de nosotros sigue hablando, orando, sanando, dando de comer… No es casualidad que hoy celebremos el Día de la Caridad. Cada Eucaristía debiera serlo, aunque hoy lo resaltemos especialmente.