Este mundo no es perfecto. No hace falta que yo lo diga, basta escuchar las noticias, o asomarse a la calle, para ver que no todo funciona bien. Hay mucha injusticia por ahí, y parece que el mal tiene las riendas del mundo. Los “malos” viven bien, y los “buenos” no dejan de sufrir. Es verdad que hay muchas buenas cosas que pasan y no salen en los periódicos, porque no venden tanto como las malas cosas. Pero el mal hace mucho ruido, y, en ocasiones, aturde.
Es que todos somos solidarios, no podemos decir que los problemas de los demás no son mis problemas, ni que los pecados de los demás no me afectan. Cuando nos bautizaron, nos convertimos en sacerdotes, profetas y reyes, al estilo de Jesús. Cada uno de mis hermanos es también mi responsabilidad. Por eso no podemos dejar que otros vivan equivocados.
Jesús da el modelo para corregir a los díscolos. Aquellos que, siendo de los nuestros, se han apartado del camino. Cómo corregir a los hermanos. Por experiencia sé que la corrección fraterna nunca es fácil. Hay que encontrar la forma de conjugar el amor fraterno con la sensibilidad necesaria para ayudar sin ofender. Darse el tiempo suficiente, apoyados en la Palabra de Dios, para dar un empujón al hermano en la dirección adecuada. Exige la humildad por ambas partes; el que corrige, porque sabe que él tampoco es perfecto, y el corregido, para dejarse iluminar por las personas que están cerca y ven lo que puedes hacer mejor. No siempre gusta cuando te dicen que estás haciendo algo mal.
Tenemos el mejor ejemplo en Cristo. Él supo perdonar a los “traidores” de los apóstoles, que le abandonaron, y les hizo colaboradores en la propagación de su mensaje, por todos los confines del mundo. Que sepamos imitarlo, para amar más y más a nuestros hermanos, corrigiéndolos y perdonándolos siempre. Juntos, podemos. Juntos, somos más fuertes. Aunque cueste. Merece la pena.