Las lecturas de este domingo nos hablan del amor… del amor en sus dos dimensiones: amar a Dios y amar al prójimo. En estos dos mandamientos se encierra la voluntad de Dios, la cual nos ha sido revelada en la Sagrada Escritura. Nuestra relación con Dios va en sentido vertical y nuestra relación con el prójimo va en sentido horizontal, como formando una cruz, en la cual uno y otro eje son indispensables. No puede separarse uno del otro.
El precepto del Señor de amar a los demás tiene esa medida: la medida de cómo nos respetamos y nos complacemos nosotros mismos. Dicho más simplemente: debemos tratar a los demás como nos tratamos a nosotros mismos, complacer a los demás como nos complacemos a nosotros mismos, ayudar a los demás como nos ayudamos a nosotros mismos, respetar a los demás como nos respetamos a nosotros mismos, excusar los defectos de los demás como excusamos los nuestros, etc., etc.
Amar al prójimo como a uno mismo no significa, por tanto, auto-estimarse, sino más bien seguir este otro consejo de Jesús: “Traten a los demás como quieren que ellos les traten a ustedes” (Lc 6, 31). Nos amamos tanto a nosotros mismos que esa fue la medida mínima que puso el Señor para nuestro amor a los demás.
Para tomar la medida de nuestro amor al prójimo podemos revisar en San Pablo su descripción del amor fraterno: “El amor es paciente y servicial. No tiene envidia. No actúa con bajeza, ni busca su propio interés. El amor no se deja llevar por la ira, sino que olvida las ofensas y perdona. Nunca se alegra del mal. El amor disculpa todo… todo lo soporta” (1 Cor 13, 4-7).
Decíamos que Jesús nos dio una medida mínima para nuestro amor al prójimo: amarlo como nos amamos a nosotros mismos. Pero también nos dio una medida máxima, que Él nos mostró con su ejemplo: “Ámense unos a otros como Yo los he amado” (Jn 15, 12). Y Él nos amó mucho más que a sí mismo. ¿No dio su vida por nosotros?