Por: Álvaro E. Sánchez Solís
El poder es peor que el fentanilo, la droga de moda que convierte a los seres humanos en zombies. Parecería una declaración precipitada o exagerada, pero no es así. Esta es una columna dedicada a todos los presidentes, gobernadores, alcaldes, asambleístas, ministros y, en general, a todo político que ha sucumbido a la droga del poder y que se han dejado afectar por ello.
El proceso de generar dependencia de la droga del poder empieza como todo narcótico: como algo indefenso o, incluso, como algo que parecería positivo. Los políticos llegan al poder para trabajar por la ciudadanía, ganan las elecciones, logran capitalizar el apoyo popular y se sienten felices y eufóricos.
Una vez que inician sus gestiones, se enfocan en presentar la mayor cantidad de proyectos de ley u ordenanzas (en los cargos legislativos) o de tomar decisiones que jamás se habían tomado en anteriores administraciones (en los cargos ejecutivos), con el propósito de diferenciarse y empezar bien. Pronto, la droga empieza a causar sus primeros estragos: al sentirse apoyados por la gente y poderosos, empiezan a ubicar en puestos de confianza a sus acólitos, aunque algunos fueran incapaces. También se muestran molestos o cerrados frente a los primeros cuestionamientos.
Cuando la droga alcanza su máximo nivel de efectos, los políticos silencian a su oposición, tratan de captar el mayor nivel de poder, cooptando varios puestos políticos, inclusive aquellos que no les corresponderían. En el caso de un Presidente, intentan ingresar como sea al Consejo de la Judicatura, al Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, Contraloría, etc. Aquí, la droga ya hizo un daño irreversible en la institucionalidad. En estos puntos, además, es común que la droga ya haya alejado al político —por más populista que sea— de las necesidades ciudadanas. Están desconectados, dopados, abstraídos.
Cuando los políticos están finalizando sus gestiones, buscan cualquier medio para mantenerse vigentes y ganar una reelección o perseguir otro cargo que les permita seguir operando políticamente. El político, en esta etapa, no se diferencia del drogadicto al que se le está acabando el dinero y tiene que vender las cosas de la casa para comprar más droga. Finalmente, aquellos que no logran la reelección o mantenerse vigentes, se desquician y pierden totalmente el hilo racional, se enferman y enloquecen. Por eso, en algunos países, se les da tratamiento psicológico a los gobernantes que dejan el poder. Así es el poder, es una droga más dañina que el fentanilo.
Contacto: alvaro.sanchez2012@gmail.com