Solemnidad de Pentecostés, Misa Dominical

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El nombre “Pentecostés” indica los cincuenta días que separan la Venida del Espíritu Santo de la Resurrección del Señor. En esta fiesta celebramos la venida del Espíritu Santo a los Apóstoles.

Pentecostés marca el comienzo de la actividad apostólica en la Iglesia, porque fue justamente al recibir al Espíritu Santo que los Apóstoles comenzaron a cumplir el mandato que Jesús dejó antes de su Ascensión al Cielo:  predicar su mensaje de salvación a todos (Mt. 28, 19-20)

Pero… pensemos… ¿Quién es el Espíritu Santo?  El Espíritu Santo es nada menos que el Espíritu de Dios; es decir, el Espíritu de Jesús y el Espíritu del Padre.  Él es la presencia de Dios en medio de nosotros.  El Espíritu Santo es el cumplimiento de esta promesa de Jesús: “Mirad que estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20).

El Espíritu Santo nos asiste a cada uno de nosotros en nuestro camino a la meta que Dios nos ha señalado.  ¿Cuál es esa meta?  Nada menos que el Cielo.  Y ¿quiénes van al Cielo?   Aquéllos que cumplan la Voluntad de Dios en esta vida.

El Espíritu Santo se ocupa de muchas cosas nuestras.  Tal vez la principal sea nuestra santificación.  ¿Qué es nuestra santificación?  El hacernos santos.   Pero ¿no será esa palabra demasiado osada?  Ni mucho.  Porque ser santo, no es que sea muy fácil lograrlo, pero sí es fácil definirlo.  Es lo mismo que decíamos del Cielo:   ser santo es hacer la Voluntad de Dios en esta vida.   Y es el Espíritu Santo Quien con sus suaves inspiraciones nos va sugiriendo cómo andar por el camino de la santidad, cómo ir amoldando nuestra voluntad a la Voluntad de Dios.

Se ha comparado el Espíritu Santo con la brisa. Porque, en efecto, Él es como una suave brisa que, como nos dice el Señor “sopla donde quiere” (Jn. 3, 8).   Ahora bien, si el Espíritu Santo es la brisa, nosotros debemos ser como las velas de una barca, siempre en posición de ser movidos por esa brisa, esa brisa que nos llevará al Cielo.  Dejarnos mover por esa brisa significa ser perceptivos a lo que el Espíritu Santo nos vaya inspirando.  Pero, más importante aún, es ser dóciles a esas inspiraciones.  Así podremos llegar a la meta.

El Espíritu Santo ha sido comparado también con fuego.  Porque, en efecto, el Espíritu Santo también se manifiesta así: como fuego, como calor abrasador, como calor en el pecho…  El fuego que ardía en el corazón de los peregrinos de Emaús, mientras oían hablar a Jesús resucitado era el Espíritu Santo:  “¿No sentíamos arder nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” se dijeron los discípulos de Emaús en cuanto Jesús se les desapareció.

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