Entre los milagros de Jesús que deben haber impresionado más, sin duda se destaca el de la multiplicación de los panes y los peces (Jn. 6, 1-15). Tanto así, que nos dice el Evangelio que tuvieron la intención de llevarse a Jesús para proclamarlo rey. Pero el Señor, al darse cuenta de las intenciones que tenían, se escapó hacia la montaña.
¡Cómo habría sido ese acontecimiento! Una multitud de unas quince mil personas (nos dice el Evangelio que eran como cinco mil hombres) seguía a Jesús para escuchar sus enseñanzas. Llega la hora de comer, y con sólo cinco panes y dos pescados el Señor va repartiéndolos y saca comida para saciar a toda esa multitud… y todavía quedaron sobras.
Hay un canto popular-litúrgico que resume en sencilla poesía la generosidad del chico en la multiplicación de los panes:
Un niño se te acercó aquella tarde, sus cinco panes te dio, para ayudarte; los dos hicieron que ya no hubiera hambre. También yo quiero poner sobre tu mesa, mis cinco panes que son una promesa de darte todo mi amor y mi pobreza.
“Abres, Señor tus manos generosas y cuantos viven quedan satisfechos. Tú alimentas a todos a su tiempo” (Sal. 144). Así hemos cantado en el Salmo de hoy. Esta atención amorosa de Dios se denomina “Divina Providencia”, por medio de la cual Dios nos da el alimento cuando se necesita, nos da cada cosa a su tiempo, y todos quedan saciados.
Dios conoce todas nuestras necesidades mejor que nosotros mismos y se ocupará de ellas si se las dejamos a Él. Debemos estar siempre confiados en la Divina Providencia.
Pero Dios también nos pide solidaridad con los demás y el compartir de lo mucho o poco que tenemos.
Si tal vez diéramos todo nuestro amor, es decir, si amáramos a Dios sobre todas las cosas, podríamos darnos cuenta de las necesidades que requieren ser remediadas, podríamos aprender a amar, comenzaríamos a ser generosos, como el chico del Evangelio, comenzaríamos a dar de lo mucho o de lo poco que tenemos.
Y, más allá de atender a las necesidades materiales, el amor –si es verdadero amor, si está fundado en nuestro amor a Dios- debe alcanzar también las necesidades espirituales. Inclusive, puede “mantenernos unidos en el espíritu con el vínculo de la paz”, como nos indica San Pablo en la Segunda Lectura (Ef. 4, 1-6), de manera que “Dios, Padre de todos, que reina sobre todos, actúe a través de todos”.
Ahora bien, para Dios actuar a través de cada uno de nosotros, cada uno debe amar a Dios. Y amar a Dios significa buscar su Voluntad para ser y hacer como El desea. Sólo así estaremos unidos a Dios, unidos entre sí, y sensibles a las necesidades ajenas, pendientes de ayudar a remediar las carencias de nuestros hermanos.