El Evangelio de hoy nos muestra cómo el “pan” del escándalo terminó en abandono de muchos: algunos seguidores más o menos firmes, y también muchos discípulos de Jesús lo dejaron al escandalizarse porque les daría a comer el “pan” que es su propio cuerpo.
“Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida” (Jn. 6, 55.60-69). Nos cuenta el Evangelio que al oír esto muchos discípulos de Jesús pensaron y comentaron que ya eso era “intolerable, inaceptable”. Y Jesús, lejos de ceder un poco para tratar de impedir la huida de muchos de los suyos, más bien reafirma su mensaje y exige una elección.
Los presentes no lograban entender, mucho menos aceptar, cómo los alimentaría con su propia carne. Y Jesús da una explicación un tanto difícil de captar: “¿Qué sería si vieran al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da la vida; la carne para nada aprovecha”.
¿Qué puede significar esa explicación del Señor? Eso de comer la carne, que parece cosa muy terrenal, se justifica en el caso del Pan de Vida, porque esa carne es la de Cristo resucitado. Es decir: El Señor nos está hablando de una realidad material transformada en una realidad espiritual por el Espíritu. Y como es el Espíritu el que actúa, por eso da vida, Vida Eterna.
Pero para aprovechar este alimento hay que tener fe. Y, si no tenemos fe en este Pan, nos puede suceder como a Judas. Él era uno de los presentes. Sabemos cómo terminó Judas. Pero ¿cómo comenzó?
Si nos fijamos bien, este pasaje del Evangelio da a entender que Judas pudo haber comenzado a apartarse de Jesús al escandalizarse también con este Pan. Dice el Evangelio: “En efecto, Jesús sabía desde el principio quiénes no creían en El y quién lo habría de traicionar”.
Nuestra fe tiene que ser firme y perseverante. No podemos hacer lo de Judas, que comenzó siguiendo a Jesús y terminó vendiéndolo por unas cuantas monedas de plata.
Puede suceder que inicialmente elegimos a Dios, pero no basta elegir a Dios una sola vez en la vida y olvidarnos de Él. Esa elección hay que renovarla constantemente, en especial ante ciertas disyuntivas.
Este “Pan” es un pan especialísimo, pues lo comemos, pero quien actúa es Cristo resucitado, no el pan ingerido. Y Cristo actúa asimilándonos a Él. Al recibirlo es El quien nos transforma y nos une a Él. “Nos unimos a Él y nos hacemos con El un solo cuerpo y una sola carne” (San Juan Crisóstomo).
Y al recibir ese “Pan” e ir dejándonos santificar por ese “Pan de Vida” Cristo nos llevará a donde Él se fue cuando ascendió al Cielo, a donde los Apóstoles que permanecieron fieles, lo vieron subir: a donde estaba antes. Justamente, Cristo bajó del Cielo, para rescatarnos a nosotros y llevarnos con El. Y eso será posible si no nos escandalizamos, si creemos en su Palabra, si seguimos su Camino, si -como él- cumplimos la Voluntad del Padre.
Y seguirlo a Él significa optar por El en cada circunstancia de nuestra vida. No basta elegirlo una sola vez y después irnos desviando poco a poco: nuestra elección tiene que ser renovada, constante y permanente.
Si no, también puede sucedernos como al pueblo de Israel a lo largo de su historia, que se desviaba y optaba por ídolos. (Jos. 24,1-2.15-17.18). Pero tiene que optar: o escoge la idolatría o se decide por Yahvé; o Dios o los ídolos. Y aunque la decisión inicial estaba tomada a favor de Yahvé, muchos a lo largo del camino se van quedando con los ídolos. Siempre -es cierto- quedaban algunos fieles, pero muchos se iban quedando fuera. Es lo mismo que sucede con el nuevo pueblo de Dios, todos nosotros que formamos su Iglesia de hoy. Inicialmente elegimos a Dios, pero no basta elegir a Dios una sola vez en la vida. Esa elección hay que renovarla