La Liturgia de hoy nos lleva una vez más a meditar sobre la paradoja de la cruz y del sufrimiento humano. El misterio del dolor humano es ¡tan difícil! de aceptar, mucho menos comprender… Las lecturas de hoy, sin embargo, pueden ayudarnos a entenderlo un poco más.
La Primera Lectura (Is. 50, 5-9) nos presenta el anuncio que, siglos antes, hace el Profeta Isaías de los sufrimientos de Cristo, descripciones tan reales que parece como si el Profeta hubiera estado presente en el momento en que se sucedieron estos acontecimientos.
Importante observar la actitud de Jesús ante las torturas infligidas a Él: aceptación del dolor con mansedumbre y abandono confiado en la voluntad del Padre: “Yo no he opuesto resistencia, ni me he echado para atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que me tiraban de la barba. No aparté mi rostro de los insultos y salivazos”.
El Evangelio (Mc. 8, 27-35) recoge uno de los pasajes más impactantes de Jesús con los Apóstoles. Iban de camino en una de sus largas correrías, cuando Jesús decide preguntarles quién dice la gente que es Él.
Las respuestas sobre lo que dice la gente son evidentemente equivocadas. Pero al precisarlos un poco más, preguntándoles quién creen ellos que es, la respuesta del impetuoso Pedro no se hace esperar: “Tú eres el Mesías”. Es decir, ellos sabían que era el esperado por el pueblo de Israel para salvarlo, y Pedro lo confiesa así.
El problema estaba en el concepto que tenía el pueblo de Israel del Mesías. Y los apóstoles, a pesar de andar con Jesús, también querían un Mesías libertador y vencedor desde el punto de vista temporal. ¿Para qué? Para que los librara del dominio romano y estableciera un reino terrenal, mediante el triunfo y el poder.
Por eso Jesús tiene que corregirlos de inmediato. Cuando Pedro, pensando tal vez en ese Mesías triunfador, llama a Jesús aparte para tratar de disuadirlo de lo que acababa de anunciarles como un hecho, la respuesta del Señor resulta ¡impresionante!
Nos cuenta el Evangelio que enseguida que Pedro lo reconoce como el Mesías, Jesús “se puso a explicarles que era necesario que el Hijo del hombre padeciera mucho, que fuera rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, que fuera entregado a la muerte y resucitara al tercer día”.
La corrección que hizo el Señor de la idea equivocada del Mesías triunfador temporal, fue especialmente severa para con Pedro, pero fue para todos los discípulos, pues nos dice el texto que “Jesús se volvió y, mirando a los discípulos, reprendió a Pedro”. Le dijo sin ninguna suavidad: “¡Apártate de mí, Satanás! Porque tú no juzgas según Dios, sino según los hombres”. ¡Llamó a Pedro “Satanás”!
Ahora bien, tan tremenda respuesta tiene que tener algún motivo serio. San Pedro estaba siendo tentado por el Demonio y a este Jesús le responde igual que cuando en el desierto quiso también tentarlo con el poder temporal.
Dice el texto que, luego de reprender a Pedro, se dirigió entonces a la multitud y también a los discípulos, para explicar un poco más el sentido del sufrimiento: el suyo y el nuestro.
“El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga”. Más claro no podía ser: el cristianismo implica renuncia y sufrimiento.
Seguir a Cristo es seguirlo también en la cruz, en la cruz de cada día. Y para ahondar un poco más en el asunto, agrega una explicación adicional: “El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”.