En el Evangelio de hoy vemos cómo Jesús seguía tratando de explicar a sus discípulos su pasión y muerte, la cual era ya inminente. Nos cuenta el Evangelista que iba Jesús atravesando Galilea con ellos, pero que no quería que nadie lo supiera pues iba enseñándoles justamente sobre lo que iba a ocurrir pocos días después.
Por cierto, el Señor cada vez que hablaba de su muerte, también hablaba de su resurrección. Pero los discípulos no querían entender. Probablemente se quedaban con el anuncio de la primera parte -e igual que nosotros hacemos- atemorizados por el sufrimiento y la muerte, ni se daban cuenta del triunfo final: la resurrección.
De tal forma huían los Apóstoles del tema que Jesús quería tratar con ellos que, según nos cuenta este Evangelio, se pusieron a hablar -sin que Jesús los oyera- sobre quién de ellos era el más importante.
¡Cuán lejos puede llevarnos esa mentalidad de mundo que nos hace huir de la cruz que Jesús nos ofrece!
Miremos a los Apóstoles, los más allegados al Señor: ante un asunto tan serio y delicado, tan necesario de comprender y de aceptar, ellos usan la evasión y llegan al extremo de cambiar el tema por discutir sobre quién sería el primero, cuando ya Jesús no estuviera.
Caminando al lado de Jesús, a Quien ya no tendrían con ellos por mucho más tiempo, hacen todo lo contrario a lo que Él les enseñó: dan entrada al orgullo, a las rivalidades y las envidias. Con esos pensamientos y ocultas conversaciones, hubieran podido llegar a cualquier desorden y a toda clase de obras malas.
Es precisamente lo que nos advierte el Apóstol Santiago en la Segunda Lectura (St. 3, 16 – 4, 3), la cual vale la pena detallar, porque con frecuencia caemos en estos desórdenes de que nos habla Santiago.
Comienza por precavernos acerca de las “envidias y rivalidades”, porque éstas son señal “de desorden y de toda clase de obras malas”. Y… ¿nos damos cuenta de que, como la envidia es un pecado medio escondido nos sentimos con derecho a acunar en nuestro corazón tales sentimientos, sin darnos cuenta de lo que nos alerta el Apóstol: esos “desórdenes y obras malas” que son consecuencia de las rivalidades y de la envidia?
El que acune en su corazón lo que nos vende el Demonio, termina siendo instrumento del Mal, del mismo Demonio. El Apóstol Santiago lo sabe, lo ha visto y nos alerta de las consecuencias de la envidia. “Ustedes codician lo que no pueden tener y acaban asesinando. Ambicionan algo que no pueden alcanzar, y entonces combaten y hacen la guerra”.
Y ¿dónde comenzaron esos conflictos? Bien lo dice Santiago: “las malas pasiones que siempre están en guerra dentro de ustedes”. Así comienza todo: en nuestro interior.
En cambio –nos dice Santiago- “los que tienen la Sabiduría que viene de Dios son puros, ante todo”. Vale la pena destacar la Sabiduría que viene de Dios y la pureza de corazón.
¿Qué es tener la Sabiduría Divina? Es tener el pensar de Dios, la forma de ver las cosas que tiene Dios, la manera de analizar las circunstancias de nuestra vida según Dios. Es ver las cosas como Dios las ve, no con nuestra miopía espiritual, tan contaminada por el mundo y tan de acuerdo a nuestros pensamientos humanos que suelen estar tan desviados de la visión eterna. Y que, por supuesto, están tan desviados de las paradojas que nos propone el Evangelio de hoy y el del domingo anterior:
Tomar nuestra cruz de cada día. Perder la vida para ganar la Vida. Ser último para llegar a ser primero. Ser pequeños, sencillos y confiados como son los niños.
Los Sabios, según Dios –no según el mundo- son también “puros”. Y ¿qué es pureza de corazón? Es no anidar en nuestro corazón pensamientos y sentimientos contrarios a la Sabiduría Divina. Es tener rectitud de intención: lo que hago lo hago porque así debe ser, porque así Dios lo quiere… no por ser popular y aceptado, no por ser reconocido y quedar bien. Es también tener lo que se ha dado por llamar “honestidad mental”.
Los que así se comportan son, entonces, “amantes de la paz, comprensivos, dóciles, están llenos de misericordia y buenos frutos, son imparciales y sinceros”.
Volviendo al Evangelio: porque la envidia, las rivalidades y los deseos de primacía son tan peligrosos, Jesús tiene que detener de inmediato la inconveniente discusión que traían los Apóstoles por el camino.
Y lo hace, valiéndose el Señor de su Omnisciencia, mediante la cual Dios conoce nuestros más íntimos pensamientos y sentimientos, además de nuestras más escondidas palabras. Es así como, haciéndose el inocente, le pregunta a los discípulos: “¿De qué discutían por el camino?”. Por supuesto, se quedaron atónitos sin poder responder. Luego de este silencio, llamó a los doce Apóstoles y les dijo: “Si alguno quiere ser el primero que sea el último de todos y el servidor de todos”.
Es lo que precisamente el Señor les venía anunciando de su pasión y muerte. El, Dios mismo, el Ser Supremo, el verdaderamente más importante y primero de todos, se rebajaría a la condición de servidor de todos, para darnos el mayor servicio que nadie podía darnos: dar su vida misma, con un sufrimiento indescriptible, por el rescate de cada uno de nosotros.
Ahora bien, ¿por qué matan a Jesús, sin realmente tener culpa? Muchas son las explicaciones y motivos que pueden aludirse, basándonos en la Biblia. Una de estas explicaciones la trae el Libro de la Sabiduría (Sb. 2, 12.17-20), que leemos en la Primera Lectura:
“Los malvados dijeron entre sí: ‘Tendamos una trampa al justo, porque nos molesta y se opone a lo que hacemos; nos echa en cara nuestras violaciones a la ley, nos reprende las faltas contra los principios en que fuimos educados… Sometámoslo a la humillación y a la tortura… Condenémosle a una muerte ignominiosa’”.
La conducta del Justo (Jesucristo, Hijo de Dios) y de todos los que tratan de ser justos, siempre resulta una amenaza para los que no desean ser justos. La conducta de los buenos es como el espejo de la maldad de los malos. Estos reaccionan maniobrando contra los buenos, calumniando o criticando, para tratar de quitarlos del medio.
El Salmo 53 es especialmente elocuente y de gran consuelo y fortaleza: “El Señor es Quien me ayuda”, repetimos en el responsorio. Al ser atacados, perseguidos, al recibir cualquier trato injusto, debemos saber que es Dios mismo Quien está a nuestro lado para defendernos… aunque no lo veamos y a veces ni nos demos cuenta de su presencia que nos acompaña y fortalece, aunque nos parezca que no está y que nos hacen trizas y parecen ganar la lucha. Recordemos que la lucha tiene un final, el mismo de la Pasión de Cristo: es la gloria de nuestra resurrección.
Otras estrofas del Salmo 53 nos dicen: “Gente violenta y arrogante contra mí se ha levantado. Andan queriendo matarme.” Pero… “El Señor es Quien me ayuda… Él es Quien me mantiene vivo”
Esto fue así muy especialmente para Jesús, pero lo es también para todo el que trata de seguirlo a Él. De allí que Él nos recuerde: “El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga” (Mc. 8, 34).
Los Apóstoles terminaron entendiendo lo que antes no entendían, al punto que dieron su vida por Cristo y por el Evangelio. Y nosotros… ¿ya hemos comprendido estas palabras?