Jesús, Hijo de Dios, ten compasión de mí, pecador, Misa Dominical

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El Evangelio de hoy (Mc. 10, 35-45), nos narra la curación del ciego Bartimeo, ciego de sus ojos, pero vidente en su interior; ciego hacia fuera, pero no hacia dentro; ciego corporal, mas no espiritual; ciego de los ojos, mas no del alma.

Este nuevo milagro de Jesús nos ofrece bastante tela de donde cortar para extraer enseñanzas muy útiles a nuestra fe, nuestra vida de oración y nuestro seguimiento a Cristo.

Un día este hombre ciego estaba ubicado al borde del camino polvoriento a la salida de Jericó.  Pedir limosna era todo lo que podía hacer para obtener ayuda humana, y eso hacía. Pero Bartimeo había oído hablar de Jesús, quien estaba haciendo milagros en toda la región.  Sin embargo, su ceguera le impedía ir a buscarlo.  Así que tuvo que quedarse donde siempre estaba.

Pero he aquí que un día el ciego, con la agudeza auditiva que caracteriza a los invidentes, oye el ruido de una muchedumbre, una muchedumbre que no sonaba como cualquier muchedumbre. Y al saber que el que pasaba, era Jesús de Nazaret, “comenzó a gritar” por encima del ruido del gentío: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”. Trataron de hacerlo callar, pero él gritaba con más fuerza.  Jesús era su única esperanza para poder ver.

Ciertamente Bartimeo era ciego en sus ojos corporales: no tenía luz exterior.  Pero sí tenía luz interior, sí veía en su interior, pues reconocer que Jesús era el Mesías, “el hijo de David”, y poner en El toda su esperanza, es ser vidente en el espíritu.

Su fe lo hacía gritar cada vez más y más fuertemente, pues estaba seguro de que su salvación estaba sólo en Jesús.  Y tal era su emoción que “tiró el manto y de un salto se puso en pie y se acercó a Jesús”, cuando éste, respondiendo a sus gritos, lo hizo llamar.

Ahora bien, los “gritos” de Bartimeo llamaron la atención de Jesús, no sólo por el volumen con que pronunciaba su oración de súplica, sino por el contenido: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”.  Un contenido de fe profunda, pues no sólo pedía la curación, sino que reconocía a Jesús como el Hijo de Dios, el Mesías que esperaba el pueblo de Israel.   De allí que Jesús le dijera al sanarlo: “Tu fe te ha salvado”.

Analicemos un poco más los “gritos-oración” de Bartimeo.   “Jesús, Hijo de Dios, ten compasión de mí”.  Los judíos sabían que el Mesías debía ser descendiente de David.  Así que, reconocer a Jesús como hijo de David, era reconocerlo como el Mesías, el Hijo de Dios hecho Hombre.

No es posible la salvación, sino a través de Cristo.  Pretender otras vías, conociendo la de Cristo, es pura ilusión… y más que ilusión, engaño.  Muchos llegaron a criticar la “Dominus Iesus” como contraria al ecumenismo, pero más bien esta Declaración pone las cosas en su lugar: Cristo es nuestra salvación.  No hay salvación fuera de Él y de su Iglesia.

En formas misteriosas los no-cristianos pueden ser salvados, pero su salvación se sucede en Cristo, el Hijo de Dios, el Mesías que Bartimeo reconoció aún sin verlo.

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