Por: Álvaro E. Sánchez Solís
Walter Hipólito Solís Valarezo, persona de confianza del Gobierno de Rafael Correa, ex Ministro de Transportes y Obras Públicas y ex Secretario Nacional del Agua (SENAGUA), se encuentra encausado y condenado en tres procesos judiciales por dos delitos: cohecho y peculado. La gravedad de lo cometido por Walter Solís escaló al punto de que INTERPOL emitió en su contra una alerta roja para poderlo capturar. Solís fue localizado en México y detenido, pero, al transcurso de pocas horas, Solís fue liberado por tener la calidad de “asilado”, otorgado por el Gobierno de México. La flamante Presidenta Sheinbaum se jactó de que se “respetó el asilo” concedido al delincuente y sus acólitos se alegraron de que no haya sucedido lo que pasó con Jorge Glas.
Este tipo de actos por parte de gobiernos latinoamericanos no solo minan la confianza de los ciudadanos en las instituciones democráticas, sino que van más allá, afectando una amplia variedad de derechos humanos. Este es el criterio que ha manejado, por ejemplo, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en la Sentencia Viteri Ungaretti v. Ecuador; y, el Consejo de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas, en una Resolución aprobada el 23 de junio de 2017.
Por estas razones, los delitos cometidos por Walter Solís se consideran graves, causal que encaja en el artículo 1F(b) de la Convención de 1951 sobre el Estatuto de Refugiados para que se excluya a Solís de su protección como refugiado. Sin embargo, México no desea ni la va a aplicar por conveniencia política e ideológica y, lo más importante, por alcahuetes de delincuentes que se han apropiado de caudales del erario.
En definitiva, aunque suene impresionante, la lucha contra la corrupción ha escalado al nivel de generar una pugna diplomática entre un país que pretende la detención de los delincuentes y otro que los protege. Sólo cabe esperar un destello de moral en un gobierno extranjero que ha demostrado que vale más la ideología que la decencia.