Las lecturas de este segundo domingo de Adviento continúan el vaivén entre los hechos históricos y los cambios espirituales, entre la venida de Cristo hace 2000 años y su segunda futura venida.
En el Evangelio de hoy (Lc. 3, 1-6) San Lucas nos da al principio datos muy precisos de tiempo y lugar para ubicar con exactitud histórica al Bautista. También define a San Juan Bautista como “la voz que resuena en el desierto” anunciada por el Profeta Isaías (Is. 40, 3-5) quien también describe como Baruc el terreno que ha de aplanarse en el desierto.
O sea que San Juan Bautista, el Precursor, anunciador del Mesías, quien era su primo Jesús de Nazaret, utiliza las palabras de los Profetas antiguos para realizar su misión, la de “preparar” el camino del Señor: “Preparen el camino del Señor, hagan rectos sus senderos. Todo valle sea rellenado, toda montaña y colina, rebajada; lo tortuoso se hará derecho, los caminos ásperos serán allanados”.
Y ¿qué significa eso de enderezar, rellenar y rebajar y aplanar el terreno del desierto? ¿Qué obra de ingeniería vial es ésa, mediante la cual “todos los hombres verán la salvación de Dios”?
Es la obra de ingeniería divina que Dios realiza con su gracia en nuestras almas. Nuestras almas son un desierto irrigado por la gracia divina, un desierto irregular con picos y hondonadas; sinuoso, con curvas y recovecos; su superficie es áspera con huecos y salientes. Y el Señor tiene que uniformarlo, hacerlo recto en todas sus dimensiones a lo ancho y largo, a lo alto y profundo, de un lado a otro.
El mismo San Pablo nos da la clave para estar bien preparados: “escoger siempre lo mejor”. Y lo mejor no puede ser lo que nos provoque, lo que nos guste, lo que deseemos. Lo mejor siempre será lo que Dios desee. El camino de santidad, de justicia -como usa el término San Pablo- consiste en ir haciendo que nuestro deseo vaya cambiándose por los deseos de Dios. No suelen coincidir los deseos divinos con los humanos y esto sucede cuando la voluntad no está iluminada por Dios, sino que está oscurecida por el mundo, por el demonio o por la carne.
Y no temamos, porque -como nos dice San Pablo- “Aquél que comenzó en ustedes su obra, la irá perfeccionando hasta el día de la venida de Cristo Jesús”.
En efecto, si nos dejamos llevar por la gracia divina, si dejamos a Dios hacer su obra de ingeniería y colaboramos, El que comenzó su obra de santificación en cada uno de nosotros, la llevará hasta su culminación cuando sea nuestro encuentro con El. Que así sea.