¿Pueden ser felices los que sufren? Sí, sí pueden. Al menos eso fue lo que nos dijo Jesucristo. ¡Felices los que ahora sufren! Y lo dijo bastante al inicio de su predicación en el conocido “Sermón de la Montaña”, el cual comienza con las “bienaventuranzas” o motivos para considerarnos felices. Es lo que nos presenta el Evangelio de hoy (Lc. 6, 17-26).
Otros motivos de felicidad, según las “bienaventuranzas” como nos las presenta San Lucas: la persecución, los insultos, la pobreza (por cierto, no la material, sino la pobreza espiritual, entendida en el sentido bíblico “pobres de Yahvé” (cfr. Sof. 2, 1-3 y 3, 11-12).
La pobreza material puede ayudar a confiar más en Dios -es cierto- pero no es requerimiento para ser “pobre en el espíritu”. Pobre en el espíritu es aquél que confía en Dios y no en sí mismo, que se sabe dependiente de Dios y no independiente, que se reconoce incapaz y remite todas sus capacidades a Dios.
Las “bienaventuranzas” son tal vez la máxima paradoja del ser o de intentar ser cristiano. Tienen su modelo en la forma de ser de Aquél que las proclamó: así fue Jesús. Y al cristiano le toca imitar y seguir a Jesús.
No pueden entenderse las “bienaventuranzas”… mucho menos vivirlas, si nuestra brújula -que debiera estar dirigida al Cielo- está dirigida hacia este mundo pasajero y efímero. ¡Imposible aceptar esta lista de incomprensibles paradojas!
Con las “bienaventuranzas” Jesús quiere cambiarnos de raíz. Viene a decirnos que el valor de las cosas no se mide según el dolor o el placer inmediato que proporcionan, sino que las hemos de medir según las consecuencias de gozo que tengan para la eternidad. Que es lo mismo que decirnos que la brújula hay que dirigirla hacia Allá, no hacia aquí. Las “bienaventuranzas” dejarían de ser paradojas utópicas si dirigiéramos bien nuestra brújula.