Nota aclaratoria: Este Testamento está tomado de Diario El Heraldo, edición de 31 de diciembre de 2021
Dos años he pasado aislado en mi humilde, pero feliz y alegre, morada, acompañado de mi viejecita Carmela, de más de 90 años como yo, y de mi pequeña Sabina, la anciana perrita de 13 años, que me acompaña desde que caminaba, seguro y sin temores, por la calle Bolívar, cuando dejaba mi casa en La Merced para ir a confesarme en la Iglesia de Santo Domingo, y regresaba por la avenida Cevallos, solito, sin que a nadie se le ocurra acercarse para despojarme de mi sombrero, mi reloj o mis zapatos. Llegó la pandemia el 2019 y mis hijos me encerraron. Hoy, 31 de diciembre de 2021, les he dicho a Carmela y a Sabina, que no quiero irme de este mundo sin dejarles, a quienes me han dado algunas satisfacciones, así como a quienes me han robado hasta la esperanza, como dirían mis primos revolucionarios, algunos de mis bienes queridos:
Al Guillo, soberbio presidente de la ínsula ecuatoriana, le dejo mi libreta de ahorros del cerrado Banco de Tungurahua, como un adelanto del impuesto patrimonial que deberá pagar mi mujercita por la casa en la que vivimos, donde el metro cuadrado está por las nubes, y por la huerta que conservamos en el cantón Cevallos, también carísima por el costo de la tierra, que son de ella y no propiedades mías.
A Lupita, la más encumbrada política amazónica, le dejo mi receta de ayaguashca ambateña para que prepare un brevaje con el que los asambleístas suban, sin congelarse, a la cumbre del Tungurahua y bajen, sin quemarse, al fondo del cráter del Cotopaxi, mientras descifran los Pandora Papers e identifican la cueva donde se esconden los petrodólares de la corrupción.
A Manuelito, el gran shamán indígena, le dejo mi varita mágica para que haga brotar tanta agua en las estribaciones del Carihuayrazo que sea necesaria la construcción de una represa cerca de Salasaca. También le dejo mis plantas medicinales para que les haga una limpia profunda a todos los revoltosos para que no vuelvan a cerrar las vías de la prefectura en los inolvidables levantamientos de cada año.
A Javiercito, maestro mayor de las fiestas patronales de la ciudad, le dejo mi reloj despertador para que deje de dormir tantas horas y se levante más temprano y, desde las 5 de la mañana, haga el esfuerzo de ver con sus propios ojos lo que ocurre en las calles, con baches abiertos por los municipales, fotorradares a la espera de un incauto, informales con rango de dueños de la vereda, mendigos enojados, amigos de lo ajeno agazapados en las esquinas, guapas meretrices de pelo rubio, rojo y negro, libadores rompiendo botellas y obras a medio terminar.
A Estebitan, el bravo baby Torres, le dejo mi revòlver comprado en Guaranda para que lo registre tan pronto se apruebe la ley del libre porte de armas.
A Rosita, la hermosa reina de la Asamblea, le dejo mi carné de la revolución ciudadana para que le haga llegar a Rafico un mensaje de solidaridad ante tanto juicio que le siguen.
A los maestros Frías y Yucailla, educadores de niños y naturales, les dejo mi audífono para que oigan claramente lo que dicen otros legisladores y también el parlante de mi tocadiscos para que algún día les escuchen unas breves palabras.
A los aspirantes a prefectos, alcaldes, concejales y miembros de juntas parroquiales, les dejo mi frasco con sangre de drago para que no les de la gastritis propia de las campañas adelantadas. Al Amorosito, que ya luce afectado por la campaña anticipada, le dejo, además, mis dos aspirinas milagrosas para que cuide el corazón. A Luchito Fernando, que mira de lejos con sonrisa sospechosa a Javiecito y Amorosito, le dejo mis potentes binoculares para que no los pierda de vista.