Es oportuno el mensaje que nos encontramos en este tercer domingo de Adviento. El Adviento nos recuerda que el Señor ya vino, hace mucho tiempo, en las periferias de Belén.
Tenemos la esperanza de que regrese para hacer definitivamente el Reino que comenzó con su predicación, muerte y resurrección. Pero hasta ese día desconocido, el Señor está continuamente viniendo, saliéndonos al paso, presente en nuestra realidad histórica y personal concreta: y nos preparamos para acoger esa continua visita.
Hemos sido llamados a despertar y espabilarnos, y a preparar el camino al Señor, y a convertirnos… Pero puede ocurrirnos como al último de los profetas (Juan): que no seamos capaces de reconocerlo. Por eso es necesario que nos detengamos en este Evangelio.
Un Dios bueno y misericordioso para con todos no entraba en los esquemas de Juan. Se imaginaba un Dios duro y exigente, pero se encuentra con un Dios discreto y débil; esperaba intervenciones llamativas, y sin embargo los acontecimientos se suceden como si el Mesías no hubiera venido (su injusta prisión, por ejemplo): es un Mesías discreto y respetuoso.
El tiempo de Adviento y Navidad es, por tanto, una invitación para revisar nuestras ideas, convicciones y esperanzas sobre cómo es Dios y cómo actúa. Puede ser que, hoy como entonces, las ideas que hemos recibido de la tradición, esas “intocables” afirmaciones y condenas que algunos hoy defienden a capa y espada sobre cómo actuar con los pecadores y excluidos, apoyándose en las Escrituras y en los Dogmas… pueden estar totalmente equivocadas. Ya nos ha dicho Jesús: El Mesías llega con misericordia.
Llega curando, acogiendo, sanando, buscando con ternura a la oveja perdida, recibiendo de nuevo en casa al hijo impresentable que se alejó y derrochó todo lo que había recibido. Un Mesías que se encuentra en un discreto establo, naciendo con la belleza y el sigilo, con la fragilidad con la que nacen todos los niños. Un Mesías que pide permiso y ayuda a una doncella desconocida de Nazareth… y así sucesivamente.