Necesitamos una Iglesia en movimiento capaz de agrandar sus horizontes, midiéndolos no mediante la estrechez del cálculo humano, o con miedo a cometer errores, sino con la gran medida del corazón misericordioso de Dios.
No puede haber una siembra fructuosa de vocaciones si permanecemos simplemente cerrados en el cómodo criterio pastoral del “siempre se ha hecho así”, sin ser audaces y creativos en esta tarea de repensar los objetivos, las estructuras, el estilo y los métodos evangelizadores de las propias comunidades.
Hemos de aprender a salir de nuestras rigideces, que nos hacen incapaces de comunicar la alegría del Evangelio, de las fórmulas estandarizadas que a menudo resultan anacrónicas, de los análisis preconcebidos que encasillan la vida de las personas en fríos esquemas. Salir de todo eso. Estamos llamados a una pastoral del encuentro, y dedicar tiempo a acoger y escuchar a todos, especialmente a los jóvenes.
No se trata de que acudan a misa por la fuerza, o presionarles para que se confirmen o se casen por la Iglesia o bauticen a sus hijos, cuando son personas que apenas viven su fe. Se trata de que nosotros hagamos una buena limpieza desde adentro y tengamos la firme convicción de creer y crecer en Dios.
Lo esencial y lo que no necesita reformas es Jesús y su Evangelio: ese pasar haciendo el bien, el acercarnos a curar toda dolencia, el poner nuestra atención en esos hombres, dejando a un lado redes, barcas y lagos conocidos. Como enseñó Jesús, es necesario salir al encuentro, acoger, escuchar, comprender… y dejarse cuestionar.