La palabra “enemigo” es una palabra fuerte, y seguramente la usemos pocas veces referida a alguien concreto. Pocos dirían: “Yo no tengo enemigos”. Aunque los últimos tiempos destacan por la costumbre de buscar culpables y enemigos de todo por todas partes, especialmente desde el mundo de la política.
Quizá nos resulte útil para comprender el reto que nos plantea Jesús en estos versículos del Sermón de la Montaña el darnos cuenta de quiénes pueden ser considerados enemigos, aunque no nos refiramos a ellos con esta palabra, para darnos cuenta con quiénes y en qué se tiene que notar que somos hijos de nuestro Padre celestial.
Ciertamente un enemigo es alguien que no nos quiere bien, que nos rechaza, que busca hacernos daño, que nos tiene declarada la guerra, que nos hace sentirnos incómodos en su presencia, que están en contra de nosotros, que nos han provocado algún tipo de heridas.
Jesús nos dice que tenemos que amarlos y rezar por ellos. Y nos pone por delante su propio ejemplo: Al apóstol que lo ha vendido, cuando le besa/traiciona en el Huerto, todavía le llama amigo. Aún más fuerte: Desde la cruz, a los soldados que le clavan, insultan, que se burlan, él los perdona y ¡los disculpa!: «No saben que lo que hacen».
Esta manera de reaccionar de Jesús no tiene justificación desde planteamientos, razonamientos y esfuerzos humanos. Sólo si anda Dios por medio se puede entender que un ser humano sea capaz de amar y disculpar a quien le traiciona y le mata.
Por eso rezamos por ellos, para que la «oración» que elevamos al cielo, nos una con el Señor, purifique nuestra mente y corazón de pensamientos y sentimientos dictados por la lógica de este mundo y nos permita ver al malvado con los ojos de Dios, que no tiene enemigos. Habrá que contar, por tanto, mucho, muchísimo, con la ayuda del Dios de la misericordia.