Las Lecturas de hoy nos hablan de “agua”: agua en pleno desierto brotando de una roca y agua de un pozo al que Jesús se acerca para dialogar con la Samaritana. Pero más que todo, nos hablan de un “agua viva”, que quien la bebe ya no necesita beber más, pues queda calmada toda su sed.
¿Cuál es esa agua que mana de Cristo y que promete a cada uno de nosotros?
Es el agua viva de la Gracia, que es lo único que puede satisfacer nuestra sed de Dios. Por medio de la Gracia podemos vivir en intimidad con Dios, pues es Dios mismo viviendo en nosotros. Es Dios mismo ese manantial que, dentro de nosotros, no cesa de producir el “agua viva” que nos lleva a la vida eterna.
Pero ¡ojo! Ese manantial inacabable puede ser interrumpido por nosotros mismos cuando pecamos. Y, aun así, por otra gracia -gratis- adicional, esa fuente de agua viva que interrumpimos al pecar puede ser recuperada con el arrepentimiento y la Confesión.
En efecto, podemos cerrar ese manantial con el pecado. Es decir: o se está en gracia, o se está en pecado. Dios nos regala su Gracia, pero no en contra de nuestra voluntad. Necesita y requiere nuestra cooperación a la Gracia para que la Gracia haga su efecto; es decir, para poder santificarnos. La Gracia es como una semilla que necesita crecer con las respuestas positivas que damos a ese “don de Dios”.