Por: Álvaro E. Sánchez Solís
En los últimos días se ha visto, en el contexto del juicio político, una terrible práctica promovida por el Gobierno de turno con la oscura aceptación de asambleístas que velan por intereses propios y no por las necesidades populares. Hoy voy a hablar sobre la «política de las alfombras».
Es el caso de asambleístas sin moral alguna que, perteneciendo a bancadas que apoyan el enjuiciamiento político en contra del deslegitimado presidente de la República y dando su apoyo inicial al proceso, proceden a cambiarse de bando mágicamente porque un día se despiertan iluminados rechazando todos los argumentos que el día de ayer adherían.
Obviamente, esto no sucede mágicamente y es lo que yo denomino la práctica de la «política de las alfombras». Existen asambleístas que son alfombras presidenciales por convicción: gente que llegó al poder por la bancada oficialista y, pese a que los errores gubernamentales han sido notorios, prefieren ignorarlos y ejercer, con honor, su papel de alfombras. Pese a que deciden no observar una realidad latente en el país, son personas que mantienen una línea.
Pero ahora está la práctica más deleznable: cuando el gobierno compra alfombras. Es aquí donde se puede explicar que, por ejemplo, en Tungurahua, existan funcionarios de gobierno que no son del partido oficialista. El Gobierno está loco por comprar alfombras en la Asamblea con puestos, cargos, prebendas, etc. Y, del otro lado, existen asambleístas que, faltándole la palabra al pueblo y a ellos mismos, se convierten en cotizables alfombras dispuestas a ser compradas y usadas por el Gobierno.
Esto no es algo nuevo, la política de las alfombras lleva muchos años entre nosotros. No obstante, ello no justifica que sea algo moral o no. Faltarle la palabra a un pueblo es imperdonable y, peor aún, traicionar los principios e ideales propios. Esperemos que algún día esta práctica cese y podamos tener una política más transparente, donde los únicos acuerdos sean en favor del pueblo.