Desde el momento que los Apóstoles reconocieron a Jesús como el Mesías esperado por el pueblo de Israel por ¡tantos! siglos y enseguida de dejar fundada su Iglesia, Él comenzó a anunciarle que debía ir a Jerusalén, donde tendría que sufrir mucho de manos de las autoridades judías. Les dijo además que terminaría siendo condenado a muerte, pero que resucitaría al tercer día.
En el primero de estos anuncios del Señor, Pedro, haciendo gala de su impulsividad característica, llama a Jesús aparte y le protesta, diciéndole: “Dios te libre, Señor. Eso no te puede suceder a Ti” (Mt 16, 21-27). La respuesta de Jesús a Pedro es sumamente dura: “Retrocede, Satanás (Apártate de Mí, Satanás) y no intentes hacerme tropezar en mi camino, porque tu modo de pensar no es el de Dios, sino el de los hombres”.
Efectivamente, Pedro piensa en esto como los hombres y no como Dios. El pensamiento de Dios es muy distinto al pensamiento del mundo. ¡Cómo nos equivocamos los seres humanos cuando pretendemos que Dios se adapte a nuestro modo de ver las cosas, en vez de nosotros adaptarnos al modo de pensar de Dios!
San Pedro, en este episodio del Evangelio de hoy, utiliza los criterios del mundo y no los de Dios, por lo que se equivoca pensando que el Mesías, el Hijo de Dios, no podía ser perseguido y ajusticiado. Y con esto expresa algo que es muy lógico para el pensar de los hombres, pero no para Dios: si alguien es tan importante como el Mesías esperado, éste tiene que ser una persona de éxito y de victoria; no puede morir perseguido y fracasado. ¡Lo que Jesús está anunciando, sencillamente no puede ser!
Quiere decir esto que para conocer la Voluntad de Dios hay que desprenderse de los criterios del mundo, hay que desprenderse del “yo”, hay que desprenderse de las formas de ser, de pensar y de actuar comunes y corrientes, propias del montón (de la mayoría), y dejarse tomar por las formas de ser, pensar y actuar de Dios.
Para seguir a Cristo hay que perder la vida: hay que renunciar a lo que pareciera que es la vida, a lo que el mundo nos presenta como si fuera lo más importante en la vida: Placer, poder, riqueza, éxito, lujos, comodidades, apegos, satisfacciones… todas estas cosas, aún lícitas, forman parte de esa “vida” a la que hay que renunciar para abrazar la cruz que Jesús nos presente.
Si por el contrario, nos parecen esos criterios de mundo ¡tan importantes! que no los podemos dejar; si creemos que no podemos desprendernos de nuestras formas de pensar, de ser y de actuar de mundo, y equivocadamente tratamos de salvarlas como si fueran lo único en la vida, podemos correr el riesgo de perderlo todo: lo de aquí y lo de allá, la vida y la Vida.
Y… ¿de qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su Vida? (Mt 16, 26).
Con el Salmo 62 hemos ratificado nuestra entrega a Dios. A Ti, Señor, se adhiere mi alma, pues mejor es tu Amor que la existencia. Mejor eres Tú, Señor, que la vida que tengo que perder para tenerte a Ti. Por eso mi alma está sedienta de Ti, todo mi ser te añora, como el suelo reseco añora el agua.