Por: Luis Fernando Torres
El legendario gobernante egipcio, Anwar Sadat, tuvo que ser acribillado por fanáticos musulmanes para que la paz entre su país e Israel, por la que tanto trabajó, se convirtiera en el parámetro de existencia de esos dos pueblos. Si no era asesinado, lo más probable era que se reactivaran los enfrentamientos en el Sinaí, y esa región continuara convulsionada.
En el perfil biográfico de Sadat, impecablemente escrito por el anciano Kissinger en su último libro, se descubre que no era un pacífico y humilde líder egipcio. En su juventud participó en la lucha terrorista en contra del régimen occidental imperante. La cárcel le cambió la perspectiva. Mientras más le despojaban de todo, aumentaba su inclinación religiosa y su vocación por la paz. Cuando Nasser ascendió al poder, lo acompañó en cargos relevantes, con una imagen secundaria, ubicada inteligentemente en segundo plano, para no despertar celos en Nasser y para que los enemigos no le consideran peligroso.
Participó en dos guerras frente a Israel, la primera, en la que Egipto fue derrotado y humillado, y, la segunda, en la que el ejército egipcio resultó vencedor. Lo interesante es que Sadat, ya como Presidente de Egipto, una vez que Nasser había fallecido, preparó al ejército y lo dirigió a la guerra con el único propósito de alcanzar una paz duradera con Israel. En los acuerdos de Camp David, en Estados Unidos, en 1979, estrechó la mano del gobernante israelí, Begin, y formalizó un pacto, que dio tranquilidad al mundo.
Al poco tiempo, sin embargo, el acuerdo fue atacado por dos frentes, el de los radicales israelíes y el de los extremistas musulmanes egipcios. Después de su asesinato, la sensatez derrotó al radicalismo y al extremismo.
No pudo ver en vida los que afloró después de su muerte. Su empeño, en todo caso, marcó una era y es uno de los mejores ejemplos del liderazgo constructivo.