El hecho más relevante de la historia de la humanidad es, sin duda, el Nacimiento de Dios-Hombre. Tan importante fue este acontecimiento, que la historia se divide en “antes” y “después” de Cristo. Sin embargo, ese hecho fue antecedido por el misterio más grande nuestra fe cristiana: la Encarnación de Dios, es decir, Dios hecho hombre en el seno de la Santísima Virgen María.
La Encarnación de Dios en el vientre virginal de María y su nacimiento en Belén no cambió esa tendencia que tenemos los seres humanos. Tampoco la cambió su Pasión y Muerte, ni su Resurrección, ni su Ascensión a los Cielos. ¿Y entonces? ¿Cómo quedamos? ¿Qué es lo que ha cambiado?
Ahhh! Es que la gloria de la Encarnación y del Nacimiento de Jesús consiste en que ya no tenemos que quedar excluidos del Cielo. Después de la primera Navidad –aquélla en que nació Jesús en Belén- tenemos Esperanza. ¡Eso es lo que celebramos en la Navidad! ¡Nada menos!
La alegría de la Navidad es que el Infierno no es inevitable, el Infierno no tiene que ser nuestro destino automático, porque Jesús nos ha extendido su Mano para sacarnos del pozo en que estamos hundidos.
Dios ha nacido entre nosotros para salvarnos. Por eso el Hijo de Dios hecho Hombre se llama Jesús, que significa Salvador. Por eso Jesús es el Emanuel que significa Dios con nosotros.
Por eso es por lo que, nos damos regalos en Navidad. Nuestros regalos son una imitación muy deficiente del gran regalo que Dios nos ha dado al nacer entre nosotros.
Este es el Mensaje de la Navidad: Aprovechar la salvación que se nos ofrece, aferrándonos –sin soltarnos- de la Mano de Dios que nos salva.