Según la Ley de Moisés, la lepra era una impureza contagiosa, por lo que el leproso era aislado del resto de la gente hasta que pudiera curarse. En la Primera Lectura vemos que la Ley daba una serie de normas para el comportamiento del leproso, de manera de evitar contagiar a los demás. Se prescribía que debía ir vestido de cierta manera y debía ir anunciando a su paso: “¡Estoy contaminado! ¡Soy impuro!” (Lv. 13, 1-2.44-46).
Se creía también que la lepra era causada por el pecado. Por todo esto, la gente huía de los leprosos. Menos Jesús. De hecho, realizó unas cuantas curaciones de leprosos.
Una de éstas fue la de un leproso que se le acerca y, de rodillas, le suplica: “Si tú quieres, puedes curarme”. “Querer es poder”, pensó este hombre. Pero con su postura y sus palabras mostraba, primero humildad y luego, total confianza en lo que el Señor decidiera. Por esta actitud, Jesús, que sí puede, también quiere. Y, “extendiendo la mano, lo tocó y le dijo: “¡Sí, quiero: Sana!” Inmediatamente se le quitó la lepra y quedó limpio. (Mc. 1, 40-45).
¡Qué grande fe la de este pobre leproso! Y ¡qué audacia! No tuvo temor de acercarse al Maestro. No tuvo temor de que le diera la espalda. No tuvo temor de ser castigado por incumplir la ley que le impedía acercarse a alguien. Es que la fe cierta no razona, no se detiene. Quien tiene fe sabe que Dios puede hacer todo lo que quiere. Para Dios hacer algo, sólo necesita desearlo. Por eso el pobre leproso se le acerca al Señor con tanta convicción. Por eso el Señor le responde con la misma convicción: “¡Sí quiero: Sana!”
¿Qué nos enseñanza estos pasajes de la Biblia sobre la lepra? Primeramente, el horror que es el pecado. Luego, la actitud del Señor ante el pecador que busca su ayuda.
Entonces… ¿qué hacer con la lepra del alma que nos carcome? Pues lo que hizo el leproso: se acercó a Jesús con convicción, sin duda, sin temor y con una fe segura. Pero muy importante: se acercó también con humildad, “suplicándole de rodillas”. Esa debe ser nuestra actitud: reconocer nuestra lepra y buscar ayuda que el Señor nos dejó, con convicción y sin temor, pidiéndole que nos sane.
Sabemos que no podemos curarnos por nosotros mismos. Pero el Señor no tendrá asco de nuestra lepra, si nos presentamos ante El humildemente. No importa cuán grave sea nuestra situación de pecado. Pudiera ser que por muchos años vengamos arrastrando una enfermedad del alma, una lepra que parece incurable. Pero, si Dios quiere, puede hacer cualquier milagro. Y lo hace con cada arrepentimiento y en cada Confesión.
Entonces… ¡qué mejor oportunidad para obtener la sanación de nuestra lepra espiritual que la Confesión! Por más fea o larga que sea la lepra de nuestra alma, es indispensable, primeramente, arrepentirnos de nuestros pecados. Luego, confesarlos ante el Sacerdote para recibir la Absolución. Y, con sólo esto, ya estamos sanos.
Así de fácil los requisitos. Así de grande la recompensa: quedamos sanos totalmente, como el leproso. Vale la pena, ¿no?