Muchas curaciones y unas cuantas revivificaciones, realizó Jesús entre sus milagros. El Evangelio de hoy nos trae una curación y una revivificación conectadas entre sí.
En efecto, nos cuenta el Evangelio que el Señor sintió que un poder milagroso había salido de Él, por lo que preguntó -como si no lo supiera- quién le había tocado el manto. Se detuvo hasta que logró que la mujer se identificara. Y al tenerla postrada frente a Él, le reconoce la fortaleza de su fe cuando le dice: “Tu fe te ha salvado”.
Notemos que el Señor no le dice que su fe la había “sanado”, sino que la había “salvado”. Y es así, porque toda sanación física en que reconocemos la intervención divina -y en todas interviene Dios, aunque no nos demos cuenta- no sólo sana, sino que salva. La sanación física no es lo más importante: es como una añadidura a la salvación. Si no hay cambio interior del alma, por la fe y la confianza en Dios, de poco o nada sirve la sanación física para el bienestar espiritual.
En cuanto a las curaciones, otra cosa importante de revisar son las muchas maneras cómo Dios sana. Unas veces puede sanar en forma directa y milagrosa, como este caso de la hemorroísa: con sólo tocarlo. Otras veces usa medios materiales, como el caso del ciego, cuando tomó tierra la mezcló con saliva e hizo un barro que untó en los ojos del ciego. Otras veces no usa ningún medio, sino su palabra o su deseo. Unas veces sana de lejos, como al criado del Centurión. Unas veces sana enseguida, otras veces progresivamente, como el caso de los 10 leprosos, que se dieron cuenta que iban sanando mientras iban por el camino a presentarse a las autoridades.
Lo importante es saber que en toda sanación interviene Dios, aunque ni médicos ni pacientes lo consideren, es así: Dios sana directa o indirectamente. Toda sanación es un milagro en que Dios permanece anónimo… si no nos queremos dar cuenta de su intervención.
Esa “pobreza” de Cristo, ese rebajarse hasta parecer ser un cualquiera, esa “pobreza” por la que murió, nos ha hecho a nosotros “ricos”, muy ricos, en gracias espirituales. Porque por la redención que obró con su muerte en cruz nos hizo herederos de una riqueza infinita, que no se acaba nunca y que dura para siempre: la Vida Eterna.