Esta sentencia que ya pertenece al léxico popular nos viene nada menos que de Jesucristo. A Él le sucedió exactamente eso: no fue aceptado en su tierra. Después de haber predicado unas cuantas cosas en varios sitios y después de haber realizado unos cuantos milagros por aquí y por allá en Galilea, Jesús decide volver a Nazaret.
Nazaret era el pueblo de su Madre, donde Él era bien conocido, el sitio donde había crecido, donde había vivido y trabajado, en el cual tenía su casa, sus parientes, etc. Y, como era su costumbre, nos dice el Evangelio de hoy (Mc. 6, 1-6), un sábado entró en la Sinagoga de Nazaret y se puso a enseñar.
El pasaje de San Marcos no nos informa qué fue lo que enseñó ni qué lectura fue la que hizo. Pero San Lucas, sí (Lc. 4, 16-30). Nada menos y nada más, Jesús leyó del libro de Isaías el anuncio del Mesías y su misión (Is. 61, 1-2): “El Espíritu del Señor está sobre Mí, porque me ha ungido…”. Y, al terminar la lectura, enrolló el libro, lo devolvió al ayudante, se sentó y cuando todo el mundo “tenía los ojos fijos en El”, remató diciendo: “Hoy se cumplen estas profecías que acaban de escuchar”, lo cual equivalía a decir: “Miren: el Profeta Isaías se está refiriendo a mí”.
¡Imaginemos la impresión de los presentes! Nos dicen los Evangelios que la gente estaba de acuerdo con lo que decía y se impresionaba por la sabiduría de sus enseñanzas. Pero además de eso, porque ¡claro! venía respaldado de los milagros que había hecho en otros sitios.
Entonces se preguntaban los que lo estaban oyendo: “¿Dónde aprendió este hombre tantas cosas? ¿De dónde le viene esa sabiduría y ese poder para hacer milagros?” Y como era muy conocido “estaban desconcertados”.
Comentaban: “¿Pero no es éste el carpintero, el hijo de María, el hermano de Santiago, José, Judas y Simón? ¿No viven aquí entre nosotros sus hermanas?” Definitivamente no les cabía en la cabeza que uno de allí mismo pudiera saber tanto… ¡mucho menos ser el Mesías esperado!