Las Lecturas de hoy se refieren al sufrimiento, en comparación con los deseos de reconocimiento y de honra que alimentamos y promovemos equivocadamente los seres humanos.
El Evangelio de hoy nos narra lo que sucedió enseguida que Jesús, aproximándose con sus discípulos a Jerusalén, les anunciara por tercera vez su Pasión. (cfr. Mc. 10, 32-34).
Ahora bien, lo insólito está en observar que enseguida de este patético, pero también esperanzador anuncio -pues lo cierra el Señor asegurándoles que a los tres días resucitará- los hermanos Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, los más cercanos a Jesús además de Pedro, parecen no darle importancia a lo anunciado y le piden -¡nada menos!- estar sentados “uno a tu derecha y otro a tu izquierda, cuando estés en tu gloria”. Poder y gloria. Posiciones y reconocimiento.
¡Cómo somos los seres humanos! ¿Cómo reaccionamos ante anuncios de sufrimiento? Estos dos evadieron la idea misma del sufrimiento y pensaron más bien en los honores, en los puestos, en el poder… para cuando ya todo hubiera pasado. De allí la respuesta de Jesús: el que quiera tener parte en la gloria, deberá pasar por la dura prueba del sufrimiento.
Y les pregunta si están dispuestos. No habían siquiera comenzado a comprender el misterio de la cruz, pero ambos, Santiago y Juan, responden que sí están dispuestos. No sabían lo que decían, pero su respuesta fue “profética”, pues más adelante supieron sufrir y morir por Él. ¡Ah! Pero es que primero tuvieron que morir a sus aspiraciones a ser los primeros, para convertirse en servidores, como su Maestro.
En el seguimiento a Cristo no hay puestos, ni competencias, ni preeminencias, ni ambiciones, ni afán de honores, de glorias, de triunfos. Es al revés:
El que quiera ser grande, que se humille.
El que quiera elevarse, que se abaje.
El que quiera sobresalir, que desaparezca.
El que quiera destacarse, que se opaque.
El que quiera ser primero, que sirva.
Jesús nos da el ejemplo. Él, siendo Dios, el Ser Supremo, lo máximo, ha venido “a servir y a dar su vida por la salvación de todos”.
Es lo que se reactualiza en cada Eucaristía. Es lo que cada uno de nosotros debe reactualizar en su vida: servir, aún en el sufrimiento, en la cruz de cada día, y hasta en la muerte. ¿Para qué? Pues para la propia salvación y para la salvación de otros.
Una santa cuya fiesta es este mes, Santa Teresa de Jesús, logró entender muy bien eso del sufrimiento. Y lo explicaba con su usual sentido común: “¡Oh, Señor mío! Cuando pienso de qué maneras padecisteis y como no lo merecíais, no sé dónde tuve el seso cuando no deseaba padecer” (Camino, 15, 5). ¿Dónde tenemos el seso los que no queremos sufrir?
Nuestra honra no está en evitar el sufrimiento, ni está en los reconocimientos humanos. Nuestra honra está en la gloria eterna. Y a ésa tenemos acceso justamente porque Jesucristo, con su sufrimiento, muerte y resurrección, la ha ganado para todos… para todos los que quieran llegar a ella.