En el Evangelio de hoy (Lc 6, 39-45), continuamos con el Sermón de la Montaña, según lo reseña San Lucas.
Luego de las Bienaventuranzas y del mandato de amar a los enemigos y de responder con el bien a los que nos hacen daño, el Señor parece cambiar de tema con una pregunta que es una alerta: “¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?”.
No es que ha cambiado de tema, sino que también había dicho -según lo reseña San Mateo el mismo Sermón de la Montaña- que los discípulos de Cristo deben ser “luz del mundo” (Mt 5, 14). Y no puede alguien alumbrar a otros si no tiene luz. Por eso el Señor habla de un ciego guiando a otro ciego.
Y ¿cómo dejamos de ser ciegos para ver bien? La luz que necesita el cristiano es la que nos da Jesús con sus enseñanzas. Y si aceptamos esas enseñanzas y las seguimos con docilidad, ellas mismas nos quitan nuestra ceguera y también iluminan a otros ciegos. ¿Quiénes son esos ciegos? Aquéllos que no pueden ver la importancia de seguir esas enseñanzas y aquéllos que no quieren seguirlas.
Por eso continúa Jesús: “No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro”. Es decir, el discípulo que se deja formar por Cristo y que asume y practica sus consejos y enseñanzas puede comenzar a parecerse a su Maestro. Y sólo así podrá ser esa luz para los demás, esa guía luminosa que atrae a otros, porque quien los atrae es la misma Luz que es Cristo, el Maestro.
Ahora bien, esto requiere continua conversión de parte del seguidor de Cristo. Y ¿en qué consiste esa conversión? En reconocer los propios pecados y defectos, para no caer en el absurdo que Jesús plantea enseguida: “¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: ‘Hermano, déjame que te saque la mota del ojo’, ¿sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo?”.
Entonces, para poder guiar hay que ser luz. Y no se es luz cuando se anda cargado de pecados y defectos, pero sintiéndose con derecho de acusar y reclamar a otros sus defectos y pecados que –muy posiblemente- son mucho menores que los propios.
A esos atrevidos Jesús los acusa con una palabra bien fuerte que Él usaba contra los Fariseos: “¡Hipócrita!” Y luego el mandato: “Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.”
Y para que nos sirviera de introspección a ver si somos luz, y también para reconocer a los que pueden guiar –porque son luz- Jesús presenta una característica a observar: “cada árbol se conoce por su fruto”. Por sus frutos los conoceremos -y también podemos conocernos nosotros mismos- “pues no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno”.
Y los frutos no tienen que ser obras grandiosas u obras físicas que se vean –aunque pudieran también serlo. Los principales frutos son los que salen del interior de la persona, comenzando por los llamados Frutos del Espíritu: “caridad, alegría, paz, comprensión de los demás, generosidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí mismo” (Gal 5, 22-23).