Por: Álvaro E. Sánchez Solís
La muerte del Papa Francisco marca el final de una era en la Iglesia Católica, una etapa marcada por la cercanía, la sencillez y la valentía. Su partida deja un vacío profundo no solo entre los creyentes, sino también en quienes, sin profesar su fe, vieron en él una voz ética y humana en tiempos de confusión moral y polarización. Jorge Mario Bergoglio, el primer pontífice latinoamericano, fue un Papa que abrazó con ternura a los pobres. Su legado será recordado por generaciones, y en Ecuador, su visita en julio de 2015 quedará grabada con especial fuerza.
En aquella visita, el Papa Francisco recorrió Quito y Guayaquil con un mensaje centrado en la familia y el cuidado del medio ambiente. Pronunció palabras que hoy resuenan con más fuerza que nunca: “La fe nos hace salir, nos hace caminar”. Llenó el Parque Bicentenario de esperanza, habló con sencillez, y miró a los ojos a un pueblo que atravesaba dificultades económicas y políticas. Su calidez traspasó los límites de lo religioso; fue un momento de encuentro nacional.
Lo que más impresionaba de Francisco era su capacidad de ser profundamente humano sin dejar de ser profundamente Papa. Rechazó los lujos del Vaticano, optó por un lenguaje directo y habló desde el corazón. En su encíclica Laudato si’, fue pionero en conectar la fe con la ecología, desafiando a una sociedad muchas veces alejada de las causas urgentes del planeta.
Hoy, con su muerte, no solo despedimos a un líder religioso. Decimos adiós a un hombre que nos recordó que la fe, si no se traduce en actos de justicia, de compasión y de dignidad, es una fe estéril. Ecuador lo despidió una vez entre vítores y banderas; hoy lo despide con lágrimas y gratitud. Su memoria seguirá viva en cada gesto humilde, en cada palabra valiente, en cada opción por los últimos. Francisco fue, y será, el Papa del pueblo.
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